La identidad de las personas no está sólo en el “soy”, sino en el “fui”. Porque todos fuimos, incluso antes de nacer. Fuimos en nuestros padres; fuimos en nuestros abuelos y en nuestros bisabuelos. Por eso, cuando perdemos uno de esos eslabones, muere también algo de aquello que nos define, que nos explica. El hombre es una cometa cuyo hilo sujetan muchas manos; cuando el viento nos voltea a su antojo y nuestro rumbo errante es un capricho del azar, nos queda el alivio de pensar que sabemos quién sujeta nuestro hilo. Esta semana una preciosa cometa notó destensarse el suyo.
La primera vez que leí El jinete polaco, de Muñoz Molina, encontré en sus páginas a mi abuelo. En una de sus frecuentes regresiones al mundo de la infancia, el autor jiennense recordaba cómo su padre o su abuelo, no recuerdo ahora, le hacía la buenaventura. Le cogería la mano y… “la buenaventura / el pan de cebá / si te pica la pulga… / ¡arráscatela!”. Al fin y al cabo, su Mágina no está tan lejos de la Chilluévar de mis padres. Pero todos pueden encontrar a sus abuelos en la literatura. Si tenía el don de la conversación y su voz nos arrullaba en largas noches de insomnio, quizás reconozcamos a nuestra abuela en las Retahílas de Eulalia, de Carmen Martín Gaite. Si lo recordamos desvalido, achacoso, un poco maniático y friolero, tal vez lo hallemos en don Eloy que, simbólicamente, agotaba ya La hoja roja de su tabaco de la mano de Miguel Delibes. Si admiramos de nuestros abuelos esa constancia en el amor que parece ya exclusiva de su tiempo, nuestro abuelo puede ser Noah Calhoun y el testimonio de su fidelidad, El cuaderno de Noah, de Nicholas Sparks. Si no le prestamos la atención que debimos y, pese a ello, nos continuó queriendo, podemos redimirnos escuchando ahora sus inquietudes, sus esperanzas tardías, su humor resignado y melancólico en boca de Martín Santomé, a quien Mario Benedetti quiso regalarle La tregua que necesitaba. Quizás nos dio una lección de entereza ante la conciencia de la proximidad de su propia muerte, con esa serenidad manriqueña que tienen los ancianos antes del último paso; y entonces nuestro abuelo es Salvatore Roncote en La sonrisa etrusca, de José Luis Sampedro. O tal vez sí le fuimos solícitos y cariñosos y, en justa correspondencia, también nos amó sin importarle que no fuéramos de su sangre, como aquel conde de Albrit que Benito Pérez Galdós trazó en El abuelo. La lista sería prolija.
Todos esos abuelos inolvidables no morirán ya nunca; sus cenizas son de tinta en aquellos túmulos de papel llamados libros. Los nuestros, los de carne y hueso, tampoco. Los evocamos en esos mismos libros que, de alguna manera, y salvando peculiaridades, nos ofrecen al abuelo universal, aquel del que todos tenemos una idea más o menos prefijada y que se ajusta al recuerdo que tenemos de ellos. Los recordamos en nuestros padres, en nuestros corazones, en aquel gesto inconsciente que hemos heredado, en las historias que perpetuamos. Los abuelos no mueren, firman una tregua con su vida para sostener las raíces de la nuestra y viven así de nuevo. Y la cometa no se resiente porque aquella mano que ya no sujeta el hilo, es ahora el viento que la mece.
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